Nelson Mandela, la esperanza sudafricana. N´kosi sikeleli África
En aquella ocasión en la que estuve junto a Nelson Mandela tuve la misma suerte que Stanley cuando recibió el encargo de buscar al doctor Livingstone, perdido en algún lugar de la actual Zimbadbue. Debía buscar al gran misionero explorador, sí, pero su misión incluía realizar reportajes para su periódico sobre la situación en Rusia, Turquía, Egipto y Sudán. Tardó más de dos años pero tuvo un broche de oro inolvidable, la famosa frase "Doctor Livingstone, I presume" ("El doctor Livingstone, supongo").
Pues bien, a mí me encomendaron viajar al sur de África, a un país gobernado por blancos
afrikáners que imponían un sistema represivo despiadado contra la mayoría negra denominado "
Apartheid".
De camino a Pretoria, mi destino final en Sudáfrica, pude disfrutar de una cerveza en un bar de una pequeña ciudad cercana a Durban. Como suele ocurrir en estos casos y viajando solo, entablé conversación con el camarero. Recuerdo una de las preguntas que le hice: "¿Cuántas personas viven en esta ciudad?". "Oh no, no somos demasiados -contestó el camarero- alrededor de unos 3.000 habitantes". "Me parecen muy pocos, observando el movimiento que registra la ciudad, yo diría que habrá unos 30.000 habitantes". "No, no -insistía el camarero- no seremos más de 3.000 habitantes en total". De vuelta al hotel, pensaba en la diferencia entre la cifra manejada por mi y por el camarero.
Y por fin caí en la cuenta... No estaba contando a los negros, tan sólo contaba a la minoría blanca, a los "verdaderos ciudadanos" de la pequeña ciudad.
Sirva esta anécdota para contextualizar la Sudáfrica de 1964, país al que viajé para cubrir el juicio contra la cúpula del partido CNA -Congreso Nacional Africano-, acusados de terrorismo por el régimen sudafricano.
Al ser periodista de un periódico español, blanco, nacido en Ceuta (África), no me fue muy difícil asistir a una conversación entre el abogado de uno de los detenidos y él mismo. Se trataba de Nelson Mandela. Parlamentaba con su abogado, que insistía en hacerle desistir de su intención de leer su alegato, ya que si lo hacía sería condenado a muerte sin posibilidad de recurso alguno. Mandela estaba tranquilo, tenía la seguridad de aquel que sabe lo que debe hacer, a cualquier precio. Su respuesta fue serena... "estoy dispuesto a dar la vida por mi país". Y bien que lo hizo. Sus palabras parecían detener el tiempo, convertían la conversación en un momento único, irrepetible.
El
proceso de Rivonia se desarrolló en Sudáfrica entre 1963 y 1964, en el cual diez líderes del Congreso Nacional Africano fueron juzgados por 221 actos de sabotaje dirigidos a derrocar el sistema vigente de disgregación racial, conocido mundialmente como Apartheid.
Mandela hizo su alegato el 20 de abril de 1964 ante el Tribunal Supremo de Pretoria, ante una audiencia mayoritariamente afrikaner, en el que reconoció ser uno de los fundadores del
Umkhonto -brazo armado del CNA-. Aceptó la acusación de sabotaje pero rechazó y argumentó la acusación de terrorismo que se hacía contra él y su organización.
Hizo especial hincapié en defender los principios fundacionales del partido Congreso Nacional Africano: la defensa de la no violencia, hasta que no tuvieron otra opción debido a la política represiva y de prohibiciones de reunión y manifestación llevada a cabo por el Gobierno Sudafricano, y la creencia de que Sudáfrica pertenece a todas las personas que viven en ella, y no a un grupo, ya sea blanco o negro.
La importancia de sus palabras sobrepasó las fronteras de su país; no hubo odio, no hubo rencor, sino el mayor deseo de revertir una situación injusta que perpetuaba la prevalencia de los blancos sobre los negros. Y lo más importante, no pretendía derrocar al Gobierno sudafricano del Apartheid para promocionar un gobierno africano que supusiera que éstos estuvieran por encima de la minoría blanca. Su objetivo era más alto, más natural, más humano. Quería un país en paz, en el que pudieran convivir juntos todos los integrantes de la nación, ya fuesen blancos, negros o de cualquier otro color.
A estas alturas, ya había comprendido que estaba frente a un gran hombre cuyo nombre sería recordado y estudiado en las escuelas de muchos países del mundo. Había tenido la inmensa suerte de escuchar uno de los discursos más importantes de la historia, a la altura del de Martin Luther King, Gorbachov o Churchill al término de la Segunda Guerra Mundial.
El 12 de junio todos los acusados menos uno, que resultó absuelto, fueron condenados a cadena perpetua. Sentencia draconiana que pudo haber sido peor ya que la fiscalía había solicitado la pena de muerte. Al día siguiente, Mandela y sus camaradas fueron internados en un módulo de aislamiento para presos políticos en Robben Island.
Fotografía del Periódico La Vanguardia. Portada sobre la liberación de Nelson Mandela el 3 de febrero de 1990
Este fue el final de su inolvidable discurso:
"Durante mi vida, me he entregado a la lucha del pueblo africano. He luchado contra la dominación blanca y he luchado contra la dominación negra. He perseguido el ideal de una sociedad libre y democrática en la que todas las personas vivan juntas en armonía y con igualdad de oportunidades. Es un ideal por el que espero vivir. Pero, Su Señoría, si es necesario, es un ideal por el que estoy preparado para morir".
Grandes palabras pronunciadas desde el corazón de un gran hombre que, después de 27 años entre rejas en la cárcel de máxima seguridad de Robben Island y de su excarcelación en 1990, dedicó el resto de su vida a aquello que más quería en el mundo, conseguir un país en el que todos fueran iguales, negros y blancos. Nada más y nada menos.
Mauro Villa de Gea